Gastón

Caminito (Buenos Aires)

Bastó un par de minutos para darme cuenta de que estaba delante de un camarero de esos que ya no se ven sino en viejas películas italianas. De pie, entre la barra y la entrada de la cocina, con ese aire de las personas que vigilan, sin fijar la mirada en algo o en alguien, expectante, casi heroico en su afán de hacer el bien, que para él es llevar consigo una sonrisa y no permitir que los comensales pierdan el apetito. Con solo poner la mirada en él ya advierte la necesidad de quien lo mira; sus años en el oficio le permiten sugerir carnes, vinos, guarniciones, sin que el cliente tenga que esforzarse en escoger de entre tantos platos y su inefable traducción. Era un gusto saberse atendido por alguien que ama lo que hace, que no está ahí por salir de apuros económicos o renegando de su destino, que también se contagia de las risas que bullen entre las mesas, que ve abrirse la puerta de la cocina y apura el paso para que todo llegue a tiempo. Cuántas noches habrá visto salir corazones contentos, cuántas copas que se estrechan después de años de ausencia, cuántos anillos de compromiso, cuántas bofetadas, cuántas manos en entrepiernas ajenas, cuantos negocios bien y mal habidos.  Cuando terminó la cena me sentí afortunado de poder agradecerle al camarero por la compañía, esa compañía cómplice y silente hacia los desarraigados de las mesas solitarias.

Alejandro Benito (cc by-nc-nd)

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