Antes de que un actor muera, habrá interpretado cerca de cuarenta veces su muerte, quince su vejez (cada vez más creíble), seis veces habrá perdido la virginidad, será padre o madre por primera vez, cuatro veces, dieciocho se enterará de un secreto terrible y decisorio; pero en toda su vida, quiero decir, todas sus vidas como personaje, siempre tendrá miedo de uno de los cuatro muros del mundo en el que transcurre su corta pero repetitiva existencia, precisamente el muro que debe ignorar, en el que arroja su voz hacia lo incierto, de donde surgen murmullos y estornudos ajenos a los hechos que alientan sus acciones. Sentirá infinitas ganas de mirar hacia allí, de ver los gestos de esos otros para quienes su vida es apenas un espectáculo con inicio y final, a veces con intermedio. Si acaso tuviera que mirar hacia ese muro, y hacer de cuenta que le oyen, no podrá escuchar lo que el muro le responda, tendrá que ser un muro también para ellos. Su única razón de existir no será la muerte, la vejez, el amor, la vida o la verdad, estará allí para vencer esa cuarta pared, para romperla sin que esos otros —los que espían— se den cuenta de que son ellos los que escena tras escena, acto tras acto, función tras función, revelan una historia, mil veces más increíble de lo que sus ojos creen (quieren) entender.
Alejandro Benito (cc by-nc-nd)