Una vez tuve veintisiete años y fue la edad perfecta. No los quince en que recién me daba cuenta de que existía, y de repente el color de la piel de una mujer me parecía distinto de todos los demás trazos del mundo, imposible de asir con la mirada. Tampoco los diecinueve, rojos como el aullido del sol en que sentía rabia y mi mano quería cambiarlo todo fulminando de un golpe la maldad, de un golpe la historia de los hombres. Mucho menos los veintidós, cuando el lado oscuro de la luna me mostró su mejor sonrisa, sus ojos de neón, sus pasos trastabillantes a la madrugada, el abismo que se cernía adelante y la música rompiendo en los rostros de los moribundos. No, no a los veinticinco, postrimerías de la realidad, suelo árido para el que aúna amaneceres, el olor salobre de los días cuando todo lo que cabe es el aspa de lo exacto. No a los treinta, ruta encaminada de subidas sin tregua, malaya la hora de los súbditos, querer con todas las fuerzas, ir de bruces al vacío sin saber si quiera que es eso del fondo de uno mismo. No a los treinta y dos, tan separados como su gramática inaudita. Los veintisiete es la edad perfecta. La vida se abría para mí como un regalo inesperado de la persona correcta. Todo el resto del dolor me quedaba por venir (y vaya sí), las noches del delirio también, pero era tan fuerte, tan honesto con lo que no era, que por fin cupe en mí; no en ellas, en mí. Hoy lo arriesgo todo, me levanto como si en mí hubieran veintisiete yos, alguno de ellos me levanta cada tarde. Hoy un amigo me habla de los treinta y cinco; seguiré su consejo sin preguntarle por qué. Hoy volví a tener veintisiete años, quise quedarme allí…, no pude.
J. Alejandro Benito (cc by-nc-nd)