Música

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La música se le va metiendo a uno…, ¡yo no sé!. Empieza por un goteo, allá, en el fondo de uno mismo, como el resonar de un eco que lleva siglos, pero recién despierta con la voz de una canción de cuna. Sin saber de qué se trata, uno aprende a imitar el sonido, lo logra reproducir en su cabeza, incluso en la noche, cuando todo se queda en calma. Esa repetición va haciendo grietas en el silencio, por donde se filtra un líquido espeso, de colores, que no puede quedarse quieto, que empieza a inundar lentamente los espacios vacíos, las esquinas, los recuerdos, el fondo de todo lo que uno ocupa. Esto ocurre durante años, hasta que un día uno se llena, en el límite en que no le es posible contener más, y entonces ocurre algo así como una náusea, un deseo de liberar esa substancia que se lleva dentro. A unos se les sale por la boca, entonces toman un micrófono y lo dejan escapar a voz en cuello; a otros, en cambio, se les sube a la cabeza, y terminan exhaustos con la partitura húmeda; a otros se les empieza a salir por los dedos, y se ponen en las manos unos como instrumentos que convierten ese líquido en aire de colores; a otros tantos se les baja hasta los pies, y van dando tumbos por ahí hasta altas horas de la madrugada, empapándolo todo con su ritmo pegajoso. De unos a otros la música se va pasando, fuente y cuenco al mismo tiempo, prueba irrefutable de lo que estamos hechos.

John Alejandro Benito (cc by-nc-nd)

Fotografía por Scarleth Marie (https://flic.kr/p/9pa753) en Flickr

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