La bogotanidad

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Hubo un tiempo en que pensaba que lo bogotano —esa suerte de común denominador de sus habitantes, a veces muy a pesar suyo— estaba presente en su manifiesta desconfianza hacia sus vecinos temporales (en el bus, en la fila del banco, en los letreros de «cuide sus pertenencias» de todos los sitios públicos), y que más que ser los cretinos del país, nos asemejaba al sujeto formal y frío de los países nórdicos. Más adelante pensé que no, que lo nuestro era ese gusto por abarrotar todos los eventos de «entrada libre» (léase gratis) al límite de lo insalubre, y que estar hombro con hombro bajo el sol o la lluvia por horas era la máxima expresión de fraternidad capitalina. Luego me dije, «por qué no lo vi venir», cuando me enteré de lo bien que se nos daba la rumba (la universitaria más); debemos de ser los fiesteros más alegres y comprometidos al jolgorio en las escasas cinco horas de rumba nocturna antes de tener que salir de los bares y discotecas a buscar un taxi. Pero un día fui a un centro comercial en domingo y los encontré allí (no faltaba nadie), comprando, escuchando con atención al vendedor de planes turísticos, comiendo en las plazoletas, vitrineando hasta el hastío. Pero estuve equivocado siempre, lo que nos representa no es nada de eso, lo que nos hace bogotanos (los nacidos y los adoptados) está en el parque de la independencia, justo detrás del planetario: es un carrusel abandonado, sin caballitos, que aún gira, al que acuden muchas personas a tomarse un helado o a jugar, y que no les importa que ya no funcione, han sabido encontrarle algo bueno. La bogotanidad está en eso, en resistirnos al abandono, en empujar un carrusel dañado y soñar que los caballos suben y bajan mientras suena la música, en creer que un día…, ojalá pronto.

John Alejandro Benito (cc by-nc-nd)

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