Me siento en el sofá, miro para todas partes…, se supone que eso que miro soy yo, lo que tengo, la forma como lo organizo, su color, su razón de estar ahí. Miro los libros, miro los platos, la ropa sobre la cama, el libro que llevo un mes leyendo y no termino, los tenis que jamás he lavado, la hora en el reloj, mis manos…, mis manos. Me detengo en mis manos, quisiera creer que las líneas de mis manos tienen el secreto de mi vida, que allí está escrito, a la vista de todos, y solo hace falta una mirada observadora, calmada, limpia de prejuicios y de miedos; que necesito la mirada de un niño, de un niño que lea las líneas de mis manos y me diga qué ve. Si aparece un nombre de mujer, una ciudad, una verdad, un número de suerte, una fecha de la que deba estar pendiente…, algo, algo que me haga sentirme menos preso de la deriva, menos libre, menos dueño de mi propia voluntad, menos culpable de mis equivocaciones. Luego veo las cicatrices de mis manos, las que sí conozco, las que hacen parte de mi historia, y me alegro…, me alegro de que estén allí, que no se borren, que me recuerden lo que me recuerdan, que me enseñaran lo que me enseñaron, que sigan en el mismo lugar y pueda ir a ellas en cualquier momento. Las líneas de mis manos no me dicen nada de lo que debo hacer, pero las cicatrices sí, me dicen lo que no debo hacer. Eso ya es algo en un mundo que se empeña en mostrarnos que todo es fugaz en tanto empezamos a creer que es nuestro.
Alejandro Benito (cc by-nc-nd)